Quizás como adultos muchas veces no le conferimos importancia al momento del juego en los niños, otras veces, no lo propiciamos o pensamos que no es significativo porque consiste en un momento de entretenimiento.
Es bastante alarmante la tendencia actual del no jugar. En parte porque socialmente se menosprecia su importancia y se cree que no es una necesidad del desarrollo infantil.
A su vez los medios masivos de comunicación publicitan actividades violentas en nombre del juego, se fabrican juguetes para destruir, matar, y se enfatizan actitudes competitivas. Así resulta desvirtuado el valor esencial: ser un medio importante para aprender a vivir, ser espontáneo, natural, explorar, brindar satisfacción y refugio en la fantasía propia de las primeras etapas.
Así el juego contribuye al desarrollo psicosocial y físico. También su valor reside en instaurar cierto orden, respetar códigos acordados y reglas.
Ese momento de disfraz, ficción y abstracción de la realidad, que significa el juego, se hace necesario también en la vida de los adultos, los cuales lamentablemente, jugamos muy poco, y peor aún, no sabemos jugar con los pequeños.
El juego cumple una necesidad natural de crear e inventar en la vida cotidiana. Podríamos decir que es una actividad libre, incierta, ficticia, de simulacro, de vértigo. Una reedición de historias primitivas que están en relación con la propia cultura, promoviendo luego a reglas sociales, imágenes de una civilización, creando hábitos y correlacionándose con la conducta colectiva.
El juego, catalogado como improductivo, para muchos adultos “serios”, tiene que ser pensado como un resorte fundamental para el ingreso a una cultura. Por eso es muy rico observar a los niños, su modalidad en el juego, aprendiendo de esa espontaneidad que ponen en practica.
Y también notar si pueden compartir, si el juego se desvirtúa por la competencia, o porque no acepten perder.
Este placer por lo lúdico será el fundamental basamento para un posterior desarrollo, jamás tiempo perdido.